Contexto histórico de su pontificado
El novelista austriaco Franz Werfel retrató la noble figura del Pontífice en su libro "Bernardette"
Aquiles Ratti, nacido en Desio, cerca de Milán, el 31 de mayo de 1857, pertenecía a una familia burguesa. Su padre era un fabricante de seda. Hizo sus estudios en Milán y recobió las órdenes en 1879. En 1907 fue nombrado prefecto de la Biblioteca Ambrosiana de la capital lombarda, y en 1911 Pío X le nombró viceprefecto de la Biblioteca Vaticana, en la que Monseñor Ratti fue nombrado director en 1914. Hombre de ciencia dedicado al estudio, el futuro Papa publicó en aquel periodo varios estudios sobre la historia de la Iglesia, la paleografía, la historia del arte y la literatura.
Era también conocido como uno de los alpinistas más atrevidos de su tiempo. En 1889 fue el primero en vencer la cumbre del monte Dofour, situado en la sierra del Monte Rosa, hazaña que cuenta en sus recuerdos de alpinista. En 1919 salió para Varsovia, donde desempeñó con habilidad el cargo de Nuncio apostólico ante el gobierno Pilsudsky. En 1921, el Papa le confería el arzobispado de Milán, donde no residió más que cinco meses, ya que tuvo que hacerse cargo de la sucesión de Pedro. Era, según los cardenales norteamericanos, admirablemente equilibrado, sencillo y natural. Admirador de Dante y de Manzoni, no abandonó nunca los estudios y la lectura. En su primer Encíclica, "Ubi arcano Dei", de 1922, en la que pone la base ideológica de la Acción Católica, afirmó que la raíz del mal está en el hecho de que Dios y Jesucristo han sido alejados de los hombres, y que sólo con restaurar la realeza de Cristo la humanidad podría encontrar la verdadera paz. A eso tenía que dedicarse la Acción Católica, institución orgánica de la Iglesia. En 1925 el Papa instituía la fiesta de Cristo Rey, celebrada el último domingo de Octubre.
Un viento de locura soplaba sobre el mundo. El comunismo, victorioso en Rusia, había empezado a sublevar las almas de los ingenuos en toda Europa. En Polonia el avance comunista había sido quebrantado por Pilsudsky. En Hungría, el régimen de Bela Kuhn había sembrado el terror durante el año 1919 y había sido aniquilado por las tropas rumanas durante una corta y sangrienta guerra. En la misma Italia, descontenta con los resultados conseguidos después de la guerra, comunistas y socialistas provocaban desórdenes sin cesar y el país vivía en un pánico permanente. En octubre de 1922, después de la marcha sobre Roma, Benito Mussolini, fue encargado por el rey de formar gobierno. En 1926 se entablaron negociaciones secretas entre el gobierno, representado por el consejero Barone y el abogado Pacelli, hermano del Nuncio en Berlín. El proyecto elaborado por las dos personalidades y que pondría fin a la llamada "cuestión romana", preveía lo siguiente: la reconstitución de un estado en el que el Papa pudiese ejercer su soberanía, y que tenía que llamarse Ciudad del Vaticano; la firma de una convención financiera y la de un concordato. El 11 de febrero de 1929, el Cardenal Gasparri, en nombre de la Santa Sede, y Benito Mussolini, en nombre de Italia, firmaban las tres convenciones, en el palacio de Letrán: un tratado político o diplomático por el que se reconocía la existencia de un estado pontificio de cuarenta y cuatro hectáreas, con la Basílica de San Pedro, los palacios del Vaticano, los jardines, los museos y varios edificios situados en la vecindad. El gobierno italiano permitía la construcción de una estación de ferrocarril en el Vaticano, enlazada con la línea de Viterbo, y la creación de una oficina de correos, de teléfonos y telégrafos, y una estación de radio. Fuera de Roma, la residencia veraniega de Castelgandolfo fue incluida en el territorio pontificio, y más tarde varios edificios romanos, como el colegio de Propaganda Fide, varias basílicas y sedes de las grandes congregaciones, se beneficiaron del privilegio de la extraterritorialidad. La convención financiera estaba destinada a compensar a la Santa Sede y el estado italiano en los últimos decenios. En fin, el concordato legalizaba las relaciones entre la Santa Sede y el estado italiano y garantizaba la libertad de culto y la jurisdicción eclesiástica, asegurando la independencia de la Iglesia y el apoyo del gobierno en lo que atañe al cumplimiento de su misión.
Los roces no tardaron en surgir entre el nuevo estado, sometido a una disciplina totalitaria, y la Santa Sede. En una Encíclica de 1931, "Non abbiano bisogno", Pío XI criticaba la concepción fascista, a la que identificaba con el nazismo, el bolchevismo, el jacobinismo y otras ideologías "estatolátricas". La crisis se agudizó en 1938, cuando durante la visita de Hitler a Roma; el Papa abandonó el Vaticano, rechazando entrevistarse con el dictador alemán, que se había negado a cumplir con la cláusulas del concordato firmado con la Santa Sede en 1933 y había tomado severas medidas contra la Iglesia Católica en Alemania.
Las Encíclicas de Pío XI fueron de mucha importancia, ya que enfocaron con claridad el problema de la expansión de la Iglesia en el mundo y supieron definir con consciente sabiduría las causas de la crisis que sacudía al mundo y que provocaría la catástrofe de 1939. La "Rerum Ecclesiae", de 1926, se refería a las misiones y a la constitución de Iglesias indígenas. En 1925 la cuestión de la unión con las Iglesias orientales volvió a actualizarse. En pleno año jubilar, el Papa hizo conmemorar el Concilio de Nicea (325) y en 1928 la Encíclica "Mortalium animos" dirigía un emocionante llamamiento a las Iglesias separadas en vista de una posible unión. En 1926 confirmó la condenación, como agnóstico, del movimiento ideológico y político de Charles Maurras, el monárquico francés, y de su periódico "L´Action francaise", condenados ya por Pío X en 1914. Con la Encíclica "Mit brennender Sorge" ("Es con una viva inquietud..."), el Papa puso de relieve el carácter pagano del nazismo y condenó el racismo. El mismo año (1937) condenó el marxismo y el comunismo ateo en la Encíclica "Divini Redemptoris", y atacó duramente la doctrina de los "sin Dios". Con la "Quadragesimo anno", que conmemoraba los cuatro decenios desde la publicación de la "Rerum Novarum", de León XIII, el Papa se dirigía a los obreros, recordando la obra de la Iglesia a favor de los trabajadores y condenando otra vez el comunismo, abogando por una "restauración del orden social en plena conformidad con los preceptos del Evangelio".
Los enemigos de la Iglesia parecían otra vez cerca de la victoria. En Francia reinaba el Frente Popular; en Alemania imperaba un régimen que recordaba las atrocidades de la primera Edad Media, cuando los paganos mataban a los enviados de Roma; en Rusia la lucha contra el cristianismo había alcanzado, bajo Stalin, la cumbre de los abusos; en España, en fin, el comunismo se había apoderado del país. En 1936 la guerra de liberación perseguía el fin del reino del terror en la Península Ibérica, acabando en 1939 con el mayor peligro que había amenazado al país desde los tiempos de la Reconquista. La Iglesia española fue una de las víctimas más atrozmente torturadas por los enviados de los sin Dios, a los que el Papa había condenado con tan justa ira. Tiempos difícles se acercaban para todo el mundo. En septiembre de 1938, cansado y enfermo, Pío XI se dirigía por radio a la humanidad, en vísperas de las conversaciones de Munich, ofreciendo su vida como precio de la paz. El mundo entero se emocionó, pero los dirigentes de los pueblos, inspirados por principios que ignoraban la persona humana y sus derechos más elementales, animados en cambio por los fantasmas de las abstracciones políticas e ideológicas, no entendieron aquel mensaje. Pocos meses después, el 10 de febrero de 1939, Pío XI fallecía en el Vaticano, esbozando un gesto de bendición.
Hizo construir el nuevo edificio de la Propaganda Fide, fundó el Instituto Cristiano de Arqueología, los museos de Etnología y de las Misiones en Letrán y, en 1922, la Academia de Ciencias, a la que pertenecen 70 sabios de todo el mundo y de todas las confesiones. Canonizó a Santa Teresa de Liseux, a Bernardette Soubirous, a Juan Bosco, a Roberto Bellarmin, a Tomás Moro y a John Fisher. El novelista austriaco Franz Werfel retrató la noble figura del Pontífice en su libro "Bernardette".
Ingravescentibus malis
Encíclica de PÍO XI
Sobre el Santo Rosario de la Santísima Virgen
29 de septiembre de 1937
I. Introducción
No solamente una vez hemos afirmado -como recientemente lo hemos hecho en la Carta Encíclica Divini Redemptoris, que a los males cada vez más graves de nuestro tiempo no se puede dar otro remedio que el del retorno a Nuestro Señor Jesucristo y a sus santísimos preceptos. Sólo Él tiene palabras de vida eterna[i]; y ni los individuos ni la sociedad pueden hacer cosa alguna que pronto y miserablemente no decaiga, si dejan aparte la majestad de Dios y repudian su ley.
Mas quien estudie con diligencia los anales de la Iglesia Católica, fácilmente verá unido a todos los fastos del nombre cristiano el poderoso patrocinio de la Virgen Madre de Dios.
II. María y la historia de la Iglesia
Y en efecto, cuando los errores difundiéndose por doquiera se obstinaban en dilacerar la túnica inconsútil de la Iglesia y en perturbar el orbe católico, nuestros padres con ánimo confiado se dirigieron a aquélla que sola ha destruido todas las herejías del mundo[ii], y la victoria alcanzada por medio de Ella trajo tiempos más serenos.
Y cuando el impío poder mahometano, confiando en poderosas flotas y en ejércitos aguerridos, amenazaba con la ruina y la esclavitud a los pueblos de Europa, entonces por insinuación del Sumo Pontífice se imploró fervorosamente la protección de la Madre Celestial, y los enemigos fueron derrotados y sus navíos sumergidos.
Y como en las calamidades públicas así también en sus necesidades privadas. los fieles de todas las épocas se dirigieron suplicantemente a María, para que ella, tan benigna, acudiese en su socorro, impetrando alivio y remedio para los dolores del cuerpo y del alma. Y nunca fue esperada en vano su poderosa ayuda por los que la imploraron con piadosa y confiada plegaria.
III. Los peligros del mundo moderno
También en nuestros días amenazan a la sociedad religiosa y a la civil peligros no menores que en el tiempo pasado.
Y en realidad de verdad, porque debido a que muchos desprecian y repudian completamente la suprema y eterna autoridad de Dios que manda y prohíbe, se sigue que se ha debilitado la conciencia del deber cristiano, que languidece en las almas la fe, cuando no se apaga del todo, y que se conmueven y destruyen los fundamentos mismos de la sociedad humana.
Así se ve, por una parte, a ciudadanos trabados en atroz lucha entre sí, porque los unos están colmados de copiosas riquezas y los otros deben ganar el pan para sí y para los suyos con el duro trabajo cotidiano.
Más aún, en algunas regiones, como todos saben, el mal ha llegado a tal punto que se ha querido destruir hasta el derecho privado de propiedad para poner en común todas las cosas. Por otra parte, no faltan hombres que declarando honrar y exaltar sobre todo el poder del Estado, diciendo que es menester asegurar por todos los medios el orden civil y reformar la autoridad, pretenden que con eso se pueda rechazar totalmente las execrables teorías de los comunistas; mas despreciando la luz de la sabiduría evangélica se empeñan en hacer resurgir los errores de los paganos y su tenor de vida.
Añádase a esto, la artera y funestísima secta de los que, negando y odiando a Dios, se declaran enemigos del Eterno; se insinúan por doquiera; desacreditan y arrancan de las almas toda creencia religiosa, y conculcan en fin todo derecho divino y humano. Y mientras se mofan de la esperanza de los bienes celestiales, incitan a los hombres a conseguir, aún con medios ilícitos, una felicidad terrenal en todo y por todo mentirosa y los impulsan por lo mismo con audacia temeraria a la destrucción del orden social, suscitando desórdenes, sangrientas rebeliones y la misma conflagración de la guerra civil.
IV. Erigir la confianza en Dios
Sin embargo, Venerables Hermanos, aun cuando males tan grandes y tan numerosos amenacen y se teman aún mayores para lo porvenir, es menester no desmayar ni dejar languidecer la confiada esperanza que se apoya únicamente en Dios.
El que ha concedido la salud a pueblos y naciones[iii] indudablemente no dejará perecer a los que ha redimido con su preciosa sangre, ni abandonará su Iglesia.
Antes bien, como hemos recordado al principio, interpongamos ante Dios la mediación de la Bienaventurada Virgen tan acepta a Él, como quiera que, en palabras de San Bernardo, así es su voluntad (de Dios) el cual ha querido que todo lo consiguiésemos por medio de María[iv].
V. Las plegarias a María. El Santo Rosario
Entre las varias plegarias con las cuales últimamente Nos dirigimos a la Virgen Madre de Dios, el Santo Rosario ocupa sin duda un puesto especial y distinguido.
Esta plegaria, que algunos llaman el Psalterio de la Virgen o Breviario del Evangelio y de la vida cristiana, ha sido descrita y recomendada por Nuestro Predecesor de feliz memoria, León XIII, con estos vigorosos rasgos: grandemente admirable es esta corona tejida con la salutación angélica, en la que se intercala la oración dominical, y se une la obligación de la meditación interior: es una manera excelente de orar... y utilísima para la consecución de la vida inmortal[v].
Y esto se deduce también de las mismas flores con que está formada esta mística corona. Efectivamente, ¡qué oraciones pueden hallarse más apropiadas y más santas?
La primera es la que el mismo Nuestro Divino Redentor pronunció cuando los discípulos le pidieron enséñanos a orar[vi]; santísima súplica que así como nos ofrece el modo de dar gloria a Dios, en cuanto nos es dado, así también considera todas las necesidades de nuestro cuerpo y de nuestra alma. ¿Cómo puede el Padre Eterno, rogado con las palabras de su mismo Hijo, no acudir en nuestra ayuda?
La otra oración es la salutación angélica, que se inicia con el elogio del Arcángel Gabriel y de Santa Isabel, y termina con la piadosísima imploración con que pedimos el auxilio de la Beatísima Virgen ahora y en la hora de nuestra muerte.
A estas invocaciones hechas de viva voz se agrega la contemplación de los sagrados misterios, que ponen ante nuestros ojos, los gozos, los dolores y los triunfos de Jesucristo y de su Madre, con los que recibimos alivio y confortación en nuestros dolores, y para que, siguiendo esos santísimos ejemplos, por grados de virtud más altos, ascendamos a la felicidad de la patria celestial.
Esta práctica de piedad, Venerables Hermanos, difundida admirablemente por Santo Domingo no sin superior insinuación e inspiración de la Virgen madre de Dios, es sin duda fácil a todos, aun a los indoctos y a las personas sencillas.
¡Y cuánto se apartan del camino de la verdad los que reputan esa devoción como fastidiosa fórmula repetida con monótona cantilena, y la rechazan como buena para niños y mujeres!
A este propósito es de observar que tanto la piedad como el amor, aun repitiendo muchas veces las mismas palabras, no por eso repiten siempre la misma cosa, sino que siempre expresan algo nuevo, que brota del íntimo sentimiento de caridad. Además. este modo de orar tiene el perfume de la sencillez evangélica y requiere la humildad del espíritu, sin el cual, como enseña el Divino Redentor, nos es imposible la adquisición del reino celestial: en verdad os digo que si no os hiciereis como niños, no entraréis en el reino de los cielos[vii].
Si nuestro siglo en su soberbia se mofa del Santo Rosario y lo rechaza, en cambio, una innumerable muchedumbre de hombres santos de toda edad y de toda condición, lo han estimado siempre, lo han rezado con gran devoción, y en todo momento lo han usado como arma poderosísima para ahuyentar a los demonios, para conservar íntegra la vida, para adquirir más fácilmente la virtud, en una palabra, para la consecución de la verdadera paz entre los hombres.
Ni faltaron hombres insignes por su doctrina y sabiduría que, aunque intensamente ocupados en el estudio y en las investigaciones científicas, no han dejado sin embargo un día sin rezar de rodillas y fervorosamente delante de la imagen de la Virgen esta piadosísima forma.
Así también lo tuvieron por deber suyo reyes y príncipes aun cuando apremiados por las ocupaciones y los negocios más urgentes.
Esta mística corona se la encuentra y corre no solamente entre las manos de la gente pobre, sino que también es apreciada por ciudadanos de toda categoría social.
No queremos pasar en silencio que la misma Virgen Santísima también en nuestros tiempos ha recomendado instantemente esta manera de orar, cuando apareció y enseñó con su ejemplo esa recitación a la inocente niña en la gruta de Lourdes.
¿Por qué entonces no hemos de esperar toda gracia, si con las debidas disposiciones y santamente suplicamos de esa manera a la Madre Celestial?
Por eso deseamos asaz vivamente, Venerables Hermanos, que en modo especial, en el próximo mes de octubre sea rezado el Santo Rosario con crecida devoción tanto en las iglesias como en las casas privadas.
Y más debe hacerse esto en este año a fin de que, mediante el eficaz recurso a la Virgen Madre de Dios, los enemigos del nombre divino, esto es, todos cuantos se han levantado para renegar y vilipendiar al eterno Dios, para tender insidias a la fe católica y a la libertad debida a la Iglesia, y para rebelarse finalmente con insanos esfuerzos contra los derechos divinos y humanos para ruina y perdición de la sociedad humana, sean finalmente doblegados e inducidos a penitencia y retornen al recto sendero, confiándose a la tutela y protección de María.
VI. El Rosario es eficaz remedio contra los males presentes
Que la Virgen Santa, que un día ahuyentó victoriosa de los países cristianos la terrible secta de los albigenses, ahora invocada fervorosamente por Nosotros, haga retroceder los nuevos errores, especialmente los del comunismo, que recuerdan por muchos motivos y por sus muchas fechorías a los antiguos.
Y así como en los tiempos de las cruzadas se elevaba por toda Europa una sola voz, y por los pueblos una sola súplica; así también hoy, en todo el mundo, en las ciudades y en las aldeas aún más pequeñas, unidos de corazón y de fuerza, con filial y constante insistencia, trátase de obtener de la gran Madre de Dios que sean vencidos los enemigos de la civilización cristiana y humana, haciendo así resplandecer ante los hombres cansados y desviados la verdadera paz.
Por tanto, si todos lo hicieren así, con las debidas disposiciones, con gran confianza y con fervorosa piedad, es de esperar que como en el pasado, así también en Nuestros días la Beatísima Virgen impetrará de su Divino Hijo que las oleadas de las actuales tempestades sean contenidas y calmadas, y que una brillante victoria corone este noble certamen de los cristianos en la plegaria.
Además, el Santo Rosario no solamente sirve mucho para vencer a los enemigos de Dios y de la Religión, sino también es un estímulo y un acicate para la práctica de las virtudes evangélicas que insinúa y cultiva en nuestras almas.
Ante todo, nutre la fe católica, que se vigoriza con la oportuna meditación de los sagrados misterios y eleva las almas a las verdades que nos fueron reveladas por Dios.
Todos pueden comprender cuan saludable sea -esta práctica-, especialmente en nuestros tiempos, en los que quizás aún entre los fieles reina cierto fastidio por las cosas del espíritu y casi disgusto de la doctrina cristiana.
Luego reaviva la esperanza de los bienes inmortales, pues, al hacernos meditar en la última parte del Rosario, el triunfo de Jesucristo y de su Madre, nos muestra el cielo abierto y nos invita a la conquista de la patria eterna.
Así, mientras en el corazón de los inmortales penetra un ansia desenfrenada por las cosas de la tierra y cada vez más ardientemente los hombres se afanan por las riquezas caducas y los placeres efímeros, todos -los que rezan el Rosario- sienten un provechoso llamado hacia los tesoros celestiales, donde el ladrón no penetra ni carcome la polilla[viii], y hacia los bienes imperecederos.
Y ¿cómo no se reencenderá la caridad, que ha languidecido y se ha enfriado en muchos, con un aumento de amor en el alma de los que recuerdan con corazón dolorido las torturas y la muerte de Nuestro Redentor y las aflicciones de su Madre Dolorosa?
De esta caridad hacia Dios no puede menos de brotar necesariamente un más intenso amor al prójimo con sólo que se detenga el pensamiento en los trabajos y dolores que Nuestro Señor sufrió para reintegrarnos a todos en la perdida herencia de hijos de Dios.
Por tanto, Venerables Hermanos, empeñaos en que esta práctica tan fructuosa sea cada vez más difundida, sea por todos altamente estimada y aumente la piedad común.
VII. El Rosario en familia
Predíquese y repítanse a los fieles de toda clase social sus loas y sus ventajas por obra vuestra y por la de los sacerdotes que os ayudan en la cura de almas.
Los jóvenes saquen de ella nuevas energías con que domar los rebeldes estímulos del mal y conservar intacto y sin mancilla el candor del alma; que en ella encuentren los ancianos en sus tristes ansias reposo, alivio y paz. Para los que se dedican a la Acción Católica sea acicate que los impulse a una más fervorosa y diligente obra de apostolado; y a todos los que de alguna manera sufren, particularmente a los moribundos, dé aliento y aumente la esperanza de la felicidad eterna.
Y los padres y las madres de la familia en particular sean en esto también un dechado para sus hijo, especialmente cuando, a la caída del día, se recogen después de las labores de la jornada en el hogar doméstico, recitando, ellos los primeros, arrodillados ante la imagen de la Virgen, el Santo Rosario, fundiendo en uno la voz, la fe y el sentimiento, costumbre ésta tiernísima y saludable, de la que ciertamente no puede menos de derivar a la sociedad doméstica serena tranquilidad y abundancia de dones celestiales.
Por esto, cuando, como nos acaece con mucha frecuencia, recibimos en audiencia a los recién casados y les dirigimos unas palabras paternales, les damos la corona del Rosario, recomendándoselo grandemente y exhortándolos, aduciendo también Nuestro ejemplo, a no dejar pasar ni un día sin rezarlo, no obstante estar agobiados por muchos cuidados y trabajos.
VIII. Exhortación final
Por estos motivos, Venerables Hermanos, hemos querido exhortar vivamente y, por vuestro medio, a todos los fieles a esta piadosa práctica; y no dudamos que escuchando, con la correspondencia que acostumbráis, Nuestra paternal invitación, reportaréis copiosos frutos.
Hay otro motivo que Nos impulsa a dirigiros esta Nuestra Encíclica. Deseamos que todos cuantos son nuestros hijos en Jesucristo se unan con Nos a dar gracias a la excelsa Madre de Dios por la salud que felizmente hemos recuperado.
Esta gracia, como hemos tenido ya ocasión de escribir[ix], Nos la atribuímos a la especial intercesión de la virgen de Lisieux, Santa Teresa del Niño Jesús, mas es sabido que todo nos lo concede el Sumo y Omnipotente Dios por las manos de la Virgen.
Finalmente, como poco a poco ha se lanzó por la prensa con temeraria insolencia una gravísima injuria a la Beatísima Virgen, no podemos menos de aprovechar esta ocasión para ofrecer juntamente con el Episcopado y el pueblo de aquella nación que venera a María como Reina del Reino de Polonia, con el homenaje de Nuestra piedad, la debida reparación a la misma Augusta Reina, y para denunciar ante el mundo entero como cosa dolorosa e indigna este sacrilegio cometido impunemente en medio de un pueblo civilizado.
Impartimos de todo corazón a vosotros, Venerables Hermanos, y a la grey confiada al cuidado de cada uno de vosotros, la Apostólica Bendición como auspicio de las gracias celestes y en prenda de Nuestra paternal benevolencia.
Dada en Castel-Gandolfo, cerca de Roma, el día 29 del mes de Septiembre, en la fiesta de la dedicación de San Miguel Arcángel, en el año 1937, decimosexto de Nuestro Pontificado.